Los contendientes se encuentran sobre el cuadrilátero. Es el
último round de un combate que ya aburre. El retador dispara un certero golpe
de KO. Y aquí sobreviene otra cuestión. Cuestión que depende solo del campeón. En
realidad de las propiedades de éste. Si
es de esos de los que suelen tener “mandíbula de cristal” o si por alguna razón
estuviera “flojo” de piernas probablemente termine sobre la lona esperando que
lo salve la campana. Ahora, si tiene con que, seguramente aguantará el impacto
aunque con alguna secuela posterior.
Pues bien. Mucho se ha hablado acerca de la intencionalidad
desestabilizadora de la marcha del 18 F. Se ha dicho que el fin último de la
misma era provocar la caída del gobierno, que en este período, encabeza
Cristina Kirchner. Frases como “golpe blando”, “partido judicial” salieron de
cuanto funcionario tuvo la oportunidad de llegar hasta las cercanías de un
micrófono o una cámara de TV.
La reciente historia argentina está plagada de marchas. Las ha
habido en gran número y medida. Encabezadas por distintos sectores, con
reclamos disímiles, justos o no dependiendo de la vereda desde que cada uno las
observe, las movilizaciones populares han sido una práctica constante de esta
democracia.
Los 13 paros y movilización durante el gobierno de Raúl
Alfonsín, la carpa docente y las marchas de los jubilados encabezados por Norma
Pla en los 90, los piquetes en las rutas
son apenas algunos ejemplos que grafican la nota.
Toda marcha en
reclamo de un derecho es de por sí desestabilizante por cuanto no es más ni menos
que un cachetazo al poder que encuentra en ella la oposición más pura a alguna
de sus medidas o directrices o simplemente algunas de sus ausencias.
No importa que se reclame. Cada sector tiene el derecho de
hacer escuchar su voz opositora ya sea porque no tiene agua potable o porque se
le han confiscado sus ahorros. Es un derecho y los derechos simplemente se
ejercen. Dependerá de cada gobierno saber aguatar el impacto,
esquivarlo o recomponerse para volver a tomar la iniciativa.
En estos 32 años de continuidad democrática hemos visto como
algunas de estas movilizaciones populares provocaron la caída de algún gobierno.
Los saqueos del 89 hicieron que el presidente Alfonsín debiera dejar seis meses
antes su gobierno. Los cacerolazos del 2001 provocaron la caída de Fernando de
la Rúa. La pregunta es ¿Tuvo el 18F la intención de derrocar al gobierno de
CFK?
Para responder a ese interrogante hay que remontarse un poco
en el tiempo. Sabido es que en 1989 detrás de los saqueos se encontraban
dirigentes del Partido Justicialista ayudados por las corporaciones económicas
que alimentaban la crisis generando, en los despachos de Techint y Molinos Rio
de la Plata, una hiperinflación descomunal y el aumento de la divisa
norteamericana a pasos agigantados. ¿Con que objetivo? El de dinamitar no al
gobierno de Alfonsín sino a cualquier posibilidad inmediata o futura que
pudiera tener la hoy extinta Unión Cívica Radical.
Bajo el paraguas de la Alianza, el radical Fernando de la
Rúa ocupó la primera magistratura. Un gobierno absolutamente chato, anodino,
carente de autoridad política y con menos reacción que un Citroën 2CV se
quedaba, a modo de saqueo, con los ahorros
de los sectores medios y altos. La gente ganó una vez más la calle y al grito
de “que se vayan todos” provocó la caída de otro gobierno de signo no
peronista. Pero, ¿había alguien más
detrás de esto? Sí.
Por aquel entonces la otrora senadora Cristina Fernández de
Kirchner gritaba, fiel a su estilo, desde su banca en el senado lo siguiente: “Dada
la situación anómica que ofrece el gobierno nacional y en virtud de la
circunstancia de saqueo y caos que el poder ejecutivo no puede ni sabe cómo
resolver, es imprescindible y urgente que el Sr. Jefe de estado, el Dr. Fernando
de la Rúa presente su renuncia a la presidencia de la nación y entregue el
gobierno de manera perentoria. De lo contrario será responsable de las
dramáticas consecuencias que provoca esta impotencia de gestión”.
Los tres días subsiguientes terminaron con decenas de
heridos y muertos en muchas ciudades del país en el que fue el mayor estallido
social de los últimos 30 años.
Pero Cristina no estaba sola en esa cruzada. La acompañaban,
esta vez, las corporaciones mediáticas. Precisamente El grupo Clarín, La Nación
y sus coyunturales asociados y por supuesto, sus compañeros de bancada.
La marcha del 18F, en tanto homenaje a Nisman, reclamo de
justicia o la manifestación del hartazgo que un sector de la sociedad siente es,
sin ningún lugar a dudas, un golpe directo a la mandíbula del poder. Pero
también un reclamo que se agotó en sí mismo.
Tan agotado como la idea de que por su intermedio se
pretendiera destituir a un gobierno.
¿Cuál sería la ventaja o el beneficio que se obtendría de
una salida anticipada de CFK? Simplemente ninguno.
Los candidatos mejor posicionados para alcanzar la
presidencia son Daniel Scioli, Sergio Massa y Mauricio Macri. Todos expresan
algún sentir dentro de la interna justicialista. Dinamitar, como en el 89, al
sector de la interna justicialista que gobierna hoy al país es hipotecar el
propio futuro. Ni a Macri, ni a Massa y mucho menos al abúlico Scioli les
interesa provocar semejante desgaste dentro de las propias filas del partido
Justicialista al que tanto ellos, como Cristina pertenecen. Eso sería allanar
el camino a los extraños.
La insistencia en llamar “destituyente” a todo acto u opinión
contraria a los intereses del gobierno sólo obedece a la simple cuestión de la
analogía pugilística con la que comienza esta nota. Todo boxeador lleva en él
una carga de violencia que debe ser canalizada en la nariz misma del rival. Y si
éste sangra, mejor. CFK y su corte de genuflexos necesitan contendientes para
descargar sus pulsiones más aberrantes sobre la cara misma de cualquier
adversario. Y si no tiene uno a la vista lo inventa.
Donde, como y contra quien lo hará después del 10 de
diciembre es una incógnita que, al menos a mí, ya me empieza a preocupar.-
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